Dormimos sobre suelo minado abrazando lo posible.
Sin conocer la densidad de la niebla, entramos por la salida,
colocamos la caja de los guantes de pensar a ras de noche
y nos recostamos nuevamente a limar nuestras garras.
La capacidad del tanque de aire bajo la entrada disminuye,
y la realidad reclama una aspiración para sobrevivir.
De madrugada, intentamos apagar la nieve con un frío antiguo,
y nos volvemos a dormir en paralelo, respirando el aire de la infancia.
Envejecemos por turnos, sin arrepentimientos.
texto: Cecilia Silveira
Carmín y malas decisiones, han roto a través de mi noche los pedazos de frío
clavados en los ojos de Dios. Allí, los valles infinitos declaran su silencio en la
selva de estatuas y esconden un dolor antiguo que se evade del bosque,
vestido de glaciar, para comprar el alquitrán con el que dibujar su reloj.
Arrastrando gorgojos y vísceras, que en oscuras vaginas hurgan este
suplicio, ando ya muerto por la tristeza sembrada en campos de ceniza. Los
gatos queman su semen a los pies de las sombras, aunque mi convincente
excremento se retuerce solo en el abismo, según el respirar de la chatarra.
Y ese eterno vértigo, más largo que mi paisaje de dolor, horizontal como la
carne maltrecha de un joven de cera, blando y horrible igual que el sueño de
las moscas resbala en mis ojos con la forma de un Jesucristo sobornado.
texto: Cesc Fortuny i Fabré
Como un impune detritus
a quien ya sólo devorase la raquídea jauría de los cerrojos bajo la
almohada,
o como un nudo de élitros inflexibles decantados por el quicio
de los vertederos
en el balbuceo del terror y de la paradoja,
o incluso más aún como el hambriento que se expande hasta el límite
de la luxación
debatiendo con un ilícito estrépito de pasajes,
así continúo, sin obstáculos,
hasta impregnar mi refugio de exiliado en los estigmas,
hasta vislumbrar los túneles que encauzan minuto a minuto a la oscuridad,
hasta morder en la luz en que el mendigo suicida los
volúmenes del insomnio
para poder sucumbir sin ningún impulso.
Esa es mi mejor réplica tras la única trayectoria que se bifurca cada estación hacia
el mismo ahondamiento
en donde la fuerza se aparea con su detonador de insumisa.
Ella me acompaña envuelta de sombra crónica,
movida por la giratoria obscenidad del jadeo que no se escinde jamás,
y sus pupilas abruptas, ciñéndose en el trisquel nítido de otros horizontes,
evidencian una pesadez paliativa,
un cráter como de ásperas costuras aprovechadas para el ataque.
Yo me adentro hacia esas expansivas empuñaduras de
odio que me inyectan de nuevo mi propio veneno,
aunque he de resistir
lo mismo que un cauce obstruido por los melanomas del exceso
en una cripta,
al inicio informe de la narcosis,
hasta un acorde que hoy es la metralla que me engalana y
nadie más ve.
Y es que hoy ella deshilvana con esta pequeña presión al émbolo la
ventisca del origen
y taja profundamente las visionarias nervaduras de los trances.
Aún así, esta raíz del espíritu donde me instalo,
estos pozos sin razón en donde habito con el tiempo del
exterminio,
estas mortajas que insisten y se pliegan de pronto para equiparar un
silencio semejante a mi final,
me reducen de nuevo a la cueva de fauces que deglute cada
motivo por el motivo en que perezco.
texto: Alberto Dávila Vázquez